Por: Harvey Daniel Valdés
A diario cientos de historias y especies animales custodian las tumbas que se alzan alrededor de los corredores de este Museo Cementerio, ubicado en el centroriente de Medellín.
El cementerio de San Pedro de Medellín, se ha convertido en un escenario más propio para los asuntos de los vivos que un remanso para el eterno descanso de los muertos.
Allí es normal que la gente dé serenatas, eleve cometas, tome fotos, beba aguardiente, destape fiambres, levante novia, dispare tiros, meta vicio y pare de contar.
Este campo santo es lo más parecido a un barrio, cuando no a un parque de atracciones: especialmente en aquellos donde el acento lo ponen las clases populares, cuyos efusivos rituales contrastan notablemente con la parquedad, la lágrima breve, la gafa oscura y el afán por deshacerse lo antes posible de sus muertos que caracterizan las clases más pudientes.
En este espacio construido para descansar en paz, no puede considerarse como tal ya que dentro de los rectángulos cerrados y enmudecidos se cuelan pequeñas especies de moscas y pequeños bichos para perturbar el sueño de quien descansa eternamente, además las ánimas rondan por las noches cuidando sus cuerpos y llenando las noches de soledad dejada por los vivos, que se dedican a disfrutar de la urbe festiva y mundana.
Las Mascotas de San Pedro.
Los días claros, oscuros o lluviosos no son impedimento para que los cientos de animalitos que habitan la Necrópolis, se vayan o se resguarden. Por el contrario, ellos siempre quieren hacer gala de su presencia ante los visitantes y hacerles entender que ese también es su territorio.
La primera imagen que tienen los dolientes al entrar a la ciudad de los muertos, es la de cientos de Golondrinas revoloteando por el aire haciendo piruetas cual espectáculo de aerodinámica, envolviendo en su ritmo a las personas, que deben esquivarlas para no recibir alguna herida.
Estas aves son pequeñas, inquietas y parecen no cansarse de volar por un lado, luego están en otro, se les ve maromear desde afuera por los muros blancos, girando en torno de los pinos o del campanario de la iglesia.
Y dentro del camposanto no se detienen, giran incansablemente por los corredores adornados por el paisaje multicolor que ofrece los arreglos florales dispuestos en las diferentes fosas y parecieran esforzarse por ser admiradas y sobresalir por entre los demás animalitos que allí habitan.
La competencia de estos pájaros son ciertos bichitos, parecidos a moscas bebés, impregnadas en cada sepultura fresca, como queriendo dar la bienvenida al nuevo visitante que por los próximos cuatro años permanecerá resguardado entre las sombras, el frío y el olvido de sus dolientes.
Estos bichitos solos no se ven sino cuando se reúnen de una veintena en adelante formando un pequeño lunar que se ubica en un rinconcito de la bóveda fresca por la humedad de su tapia de cemento y tierra, además por el vaho del hombre recién empacado tras el muro que logran perforar con mucha paciencia.
Y si uno se descuida se le meten a la boca. Son cafés, tienen cuatro patas y son considerados unos enemigos insaciables.
Una nube de estas mosquitas se convierte en una fiesta para otros: las avispas.
Éstas, ayudadas por sus cuerpos negros y puntudos, se mueven despacio sobre el cemento fresco, avanzando dentro de un desorden de puntos voladores y con finos golpes de cabeza van acabando con cada uno de ellas. Pero siempre, hay más mosquitas.
Y faltaba otra protagonista que no se pierde una, que nunca le ponen falla porque siempre están en estos eventos mortuorios: las hormigas.
Siempre están ahí puntuales y por todos lados, recorriendo las orillas de las lápidas, en este caso las del mausoleo de Enrique, Manuel y Filomena, que tiene una grieta musgosa donde se detiene firme una enorme hormiga cachona de cabeza naranjada, ejerciendo soberanía sobre el lugar y dejando a las obreras hacer su labor.
Durante la noche, según los testimonios de los sepultureros, las ratas aparecen abultadas en los rincones de las bóvedas más viejas, hechas de unas tapias que no oponen resistencia a las dentelladas de las roedoras, llevándolas hasta el alimento y cuentan estos personajes que en las exhumaciones, han sido encontradas secas, extendidas al lado de los huesos limpios del cadáver y sobre el paño interno de los ataúdes.
Finalmente, en la dura y fría realidad de los animales, hay unos que no se ven y forman parte importante de esta pirámide alimenticia. Pero seguro hacen su devorador trabajo minucioso y reductor sin interrupciones sobre los eternos durmientes. Son los gusanos.
Las tumbas, los mausoleos de los ricos y personajes famosos.
En ciertas ocasiones en el cementerio de San Pedro es difícil que un difunto pueda dormir en paz, a menos que tenga un sueño bien pesado, debido a los escándalos protagonizados por los dolientes y por los `parceros` del muerto.
Disparos al aire, serenatas de mariachis y turbadoras grabadoras de sonido, destellan en los momentos de dolor por la despedida del ser querido, paralizando la realidad que los arropa y llamando la atención de los callejeros que ni velas en el entierro tienen.
Su único deseo es dejar constancia de la importancia del difunto y grabar en la memoria de los que no lo conocieron, la despedida que le hicieron los que sí.
El cementerio de San Pedro es una miscelánea de contrastes donde se confunde lo más insigne de la historia antioqueña con personajes simples de la actualidad.
Entre los mausoleos finamente construidos en la rotonda central del cementerio, con lozas de mármoles, se hallan las tumbas de los ex presidentes Carlos E. Restrepo, Mariano Ospina Rodríguez y Pedro Nel Ospina, hasta las de Jorge Isaacs, Pedro Justo Berrío, Epifanio Mejía, Tomás Carrasquilla, Pedro Nel Gómez, Efe Gómez, Luis López de Mesa y Fidel Cano.
La mayoría de los mausoleos están condenados a la eterna soledad y se convierten en piezas de museo, alimento de la curiosidad de las nuevas generaciones, obligadas por los académicos a conocerlos para contextualizar la historia de la urbe que habitan en el presente.
Para Tomás, un sepulturero de mediana estatura, de tez blanca y rostro cubierto por una máscara, que lo hace parecer a los científicos de las películas donde se protegen de graves infecciones y material radiactivo, desde hace mucho tiempo este lugar dejó de ser sólo para los famosos y ricos de la ciudad, ya pasó a ser compartido con los `parceros`, muertos a bala en los extramuros de la ciudad, los mismos que mañana pasarán al olvido.
En todo caso el San Pedro está marcado irremediablemente por el espíritu de la comuna, convirtiéndose en epicentro de un curioso y pintoresco folclor funerario lleno de ritos, fetiches y recursos recordatorios salidos de todo contexto, como las fotos pegadas en las lápidas, escudos de los equipos preferidos y algunos sepultados con grabadoras que reproducen continuamente el casete con su canción favorita.
El silencio acompaña la soledad del cementerio.
El canto de las golondrinas y el ruido de las avispas cerca a las bóvedas, rompen el silencio que inunda el museo de San Pedro.
Ni que decir de la tempestad que anuncia un fuerte aguacero sobre la ciudad, propio en toda época del año, donde los dolientes que pasan por estos días a visitar sus muertos, les llevan suficientes flores que les duren tanto, hasta cuando ellos regresen de vacaciones en algún paradisiaco sector del país o del mundo.
Cada uno de ellos lleva bien profundo su dolor, porque en sus rostros se dibuja con claridad una piscina o el mar, una cabaña con hamaca y piña colada, untándose bronceador y bloqueador para evitar la indolente insolación.
Sin embargo, se acercan y oran no sólo para que el señor de los cielos los tenga a sus difuntos descansando en paz, sino aprovechan para pedirle la mejor de las suertes en sus paseos.
Conversan frente a la lápida como excusándose ante el difunto por las vacaciones y aclarándole lo bien grabado que lo tienen en sus mentes y corazones.
Los sepelios por estos días en San Pedro han disminuido afirma Fontanegra, un vigilante alto, moreno, flaco, que siente en su cuerpo el peso de la escopeta de dotación y por su forma de caminar parece necesitar alimentarse para recobrar fuerzas en caso de necesitarlas.
Este centinela custodia el sector centroriental del cementerio, llamado “de los Dolores” y ha presenciado numerosas exhumaciones en sus tres meses de trabajo: “he visto que los dolientes se desmayan, gritan como si el tiempo no hubiera pasado. Pienso que presenciar esta sacada de restos, es como devolverse en el tiempo, es como el mismo día del entierro, se revive el dolor, no entiendo porque tienen que verlo de nuevo” y asegura su deseo para el día de su muerte: “yo digo en mi casa que el día de mi muerte me tiren al horno y mis cenizas las tiren al río o al mar, donde quieran, pero que no hagan esto, de verdad que es muy doloroso para todos”.
De pronto, por el extremo izquierdo de este mismo sector se sienten cinceladas ligeras y precisas de una exhumación, que estuvo acompañada por dos sepultureros y ocho personas entre los que se encuentran una niña y un niño.
Al ser desenterrado el cuerpo y abierta la tapa del agrietado cajón de color café desteñido, se dispersó por el aire un putrefacto olor nauseabundo acompañado por cientos de las ya nombradas mosquitas alborotadas.
Entonces un sepulturero preguntó: Quieren verla? Los dos infantes se acercaron y rompieron en llanto inconsolable, parecía desprendérseles el alma, se llenaron de tanto dolor que contagiaron a los adultos que se reunieron cuatro años después a cumplir la ley de la exhumación.
Debido a la ‘sacada de restos’ por esta época, algunas de las bóvedas ya ostentan letreros de venta, con números de teléfonos y celulares para ser ocupadas por el próximo visitante a la eternidad.
Algunas se ofrecen en un `tercer piso` y otras en un `quinto piso` y se ocuparán dependiendo del gusto por las alturas del doliente y su capacidad económica. Entre más arriba sea, mayor será el precio.
Hacia el fondo de este museo cementerio está la capilla, vacía, con algunas bancas polvorientas que denota su falta de uso y la imagen de la Virgen María tiene en sus pies, además de las nubes pintadas de azul cielo, una ligera telaraña delgada blanca, que por sus características se trata de una pequeña araña; al lado derecho yace una cajita cerrada y con un letrero que dice: “ para las almas del purgatorio”, pensado quizá para que las benditas usen las ofrendas en el más allá.
En esta capilla, donde el cura oficia la última eucaristía para el difunto antes de ser sepultado, se hallan imágenes religiosas que se hacen compañía entre sí, creando en el pequeño santuario un ambiente espeso, lúgubre, de abandono, de soledad, de olvido y acompañada en su alrededor por miles de cuerpos inertes encerrados en gavetas selladas con arena y cemento.
Por algunos momentos el silencio vuelve a reposar en el cementerio y sólo se siente el chasquido de la escoba de doña Dora barriendo cada uno de los corredores y recogiendo las flores dañadas que por sí solas se desprenden de los ramos. Esta labor le demanda medio día de trabajo, y otro medio día, luego del almuerzo, para trapear la misma zona.
El San Pedro está solo, los centinelas se vigilan a sí mismos, los jardineros ya limpiaron y no hay más para sembrar, los visitantes ya se fueron, el horno crematorio está frío y una nueva construcción se alza para adecuar más bóvedas. Quizá presintiendo una época de abundancia.
El Misterio en el San Pedro
Por los corredores de esta Necrópolis se pasean cual jardín del Edén, las ánimas que penan por las múltiples acciones no apropiadas o por el aferro a la vida terrenal.
Cuenta Tomás, empleado del Cementerio, que una noche se encontraba celando.
En ese entonces lo acompañaba un perro negro que se paseaba con él y su compañero de turno, vigilando que en las instalaciones del cementerio todo estuviera en orden.
Cierto Día, salió con el perro a hacer su ronda habitual, cuando de pronto el animal se quedó perplejo mirando y ladrando hacia una de las estatuas, más conocida como el Ángel de la Guarda.
En ese momento, Tomás y su compañero iluminaron con sus linternas hacia el lugar y no había nadie, sin embargo, el perro continuaba ladrándole, en ese caso, al ángel y así lo siguió haciendo por largos minutos.
"Yo estaba un poco sorprendido por la reacción del perro, pero no veía a nadie, hasta que en un instante, el perro chilló, como si le hubieran pegado con algo y salió corriendo hacia la puerta del cementerio muy asustado. Entonces desde ese momento el perrito no se volvió a ir con nosotros a hacer las rondas, y al día siguiente al abrir las puertas del cementerio al público, salió corriendo muy rápidamente y nunca más volvimos a verlo." Narró Tomás, todavía asustado y con la gran incógnita que se dibujaba en sus ojos.
Entonces, en el Museo Cementerio San Pedro se cuentan historias de fantasmas que rodean las tumbas, los mausoleos, las estatuas, se narran historias de la muerte, se habla de la vida y de una ciudad que por sus personajes lo hizo famoso.
En este lugar se comparten las actividades de un museo, el acompañamiento de una fundación, la cultura, las noches de luna llena, la noche y los cuentos, se comparte con la oscuridad, los espíritus, el olor a flores, la música de las tumbas, el miedo, el dolor por la pérdida o sencillamente la curiosidad de los vivos. Y con los animalitos también.
El Museo Cementerio de San Pedro de Medellín, es una muestra de que sin lugar a dudas para algunos o para todos, sí hay vida después de la muerte.
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